Al fin, cuando se encendió la luz verde pude pasar, empezaba a sentirme cada vez más cerca de abrazar esa sensación única que te llena de los pies a la cabeza, de asentarte, de llegar a casa, de poder cerrar la puerta tras de ti y despojarte de los tacones, el vestido, la peluca, el sujetador y la braga… una sensación que no es completa y real hasta que no te lavas la cara, limpias el maquillaje, y te ves desnuda ante el espejo…

Desnuda en cuerpo y alma, sin el encorsetamiento del sostén, que da igual lo caro que sea, ni Victoria’s Secret, ni Oysho, ni Selene, sin la opresión de la braga y su faja, sin la duda de si se caerá la peluca… solamente tú frente al espejo, midiendo menos de metro setenta, pesando más de setenta kilos, delgada, sin nada de barriga, ni de pecho, a penas se parecen tus tetas del espejo a las de una preadolescente de diez años. Las miras de perfil, las miras de frente, su forma cónica, turgente, la tersura de su piel blanca, fina y delicada… ¡y timbran!

Corriendo me echo un albornoz del hotel encima, lo cruzo bien por delante, ato el nudo y me echo una toalla a la cabeza. Se parece al turbante de una dama de Saba que no llega a reina, pero al menos no me desvela ante el personal del servicio de habitaciones que trae la cena.
Una jarra de gazpacho andaluz suave y ración doble de berenjena rellena de menestra de verduras, de postre un abanico tropical de fruta a la vista y un batido de soja con sabor a vainilla. Una cena libre de maltrato animal, vegetariana al cien por cien.

Y se va, al fin, la camarera… o por desgracia… porque de buenorra que estaba la hubieras invitado a formar parte de la cena, lamiendo su piel de los pies a la cabeza sin despojarle de la ropa antes, si no durante, para acabar las dos desnudas… ella como vino al mundo (pero más crecidita) y tú como te ha dejado la medicina…

La cena no se va a enfriar, de hecho es para tomar fría, de modo que regresas al baño y la bañera ya está llena de agua tibia, espuma de colores y olores variados cubre la superficie y varios frascos de aceites y sales de baño rodean la bañera. Vuelves a mirar al espejo, dejas que se deslice el albornoz de algodón orgánico africano con certificación de cultivo ecosostenible y cae encima del vestido de lino crudo de Tommy Hilfinger… lo retiras para que no se arrugue mucho y lo dejas colgado de una percha.
Te miras al espejo, eres una mujer trans en pleno tratamiento de reemplazo hormonal, sin a penas resultado en la adecuación de tus caracteres secundarios, la Meriestra no ha podido hacer nada con ese mentón cuadrado, el cuello corto y ancho, la nuez, el ancho de tus hombros, la musculatura de tus deltoides y biceps, la robusted de tus antebrazos y esos serratos flanqueando tus pechos… te sientes ridícula, bella y radiante vestida, pero una bestia parda desnuda… tu cintura estrecha, tu vientre plano, son lo más femenino que has logrado. Un hermoso ombligo que lucir cuando llevas un crop-top de Inditex… pero la cadera no termina de anchear, los muslos son de futbolista o atleta, pero no son para nada unos muslos femeninos… salvo porque son tuyos y eres una mujer de los pies a la cabeza, principalmente en tu cerebro y en el DNI… pero esas rodillas y esas piernas de ciclista son un calvario cuando te pones faldas y vestidos cortos.

Al fin me sumerjo en la bañera y cierro los ojos, acariciando con mis suaves manos la piel aterciopelada de mis piernas y mis muslos, sin mirarlas, sintiéndolas solamente, dejando que esas mismas manos, con cuidado de no hacerme daño con las largas uñas pintadas y esculpidas, deslizando una en un sentido, la otra en otro, estimulando mis pezones aniñados, acariciándome sin pudor mi mermado e inerte pene… pensando en Rocío, la camarera morena de pelo corto y ojos amarillos, como la miel al sol… ¡y timbran!

Sales de la bañera hecha una furia, sin ponerte nada, caminando desnuda, mojada, dejando huellas de espuma en la moqueta y miras quién es… ¡es Rocío, la camarera!

Microrelato translésbico; «La camarera del hotel» por Antia Trans

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